Hasta donde John Corcoran recordaba, las palabras se habían burlado de
él. En las oraciones, las palabras cambiaban de lugar, las vocales se perdían
en su cabeza en el momento de oírlas. En la escuela solía quedarse sentado en
su asiento, perplejo y silencioso como una piedra, sabiendo que estaba
condenado a ser para siempre diferente de los demás. Si por lo menos alguien se
hubiera sentado junto a aquel niño para decirle, poniéndole un brazo alrededor
de los hombros:
—No tengas miedo, yo te ayudaré.
Pero, en aquella época, nadie había oído hablar todavía de dislexia y
John no podía decirles que a él el lado izquierdo del cerebro, el lóbulo que
los seres humanos usamos para disponer lógicamente los símbolos en una
secuencia, le había funcionado siempre mal.
En segundo grado lo pusieron con los niños retrasados. En tercero, una
monja les dio una vara a cada uno de los demás niños y, cuando John se negaba a
leer o a escribir, dejaba que cada uno le diera un golpe de vara en las
piernas.
En cuarto grado, la maestra lo llamó para que leyera y dejó pasar los
minutos en silencio, uno tras otro, hasta que el niño creyó que terminaría
sofocándose. Después lo pasaron al grado siguiente y así sucesivamente. John
Corcoran jamás repitió curso.
En el último año, a John lo eligieron rey de la fiesta de fin de curso,
se graduó junto a todos los demás y fue la estrella del equipo de baloncesto.
Su madre lo besó en el momento de su graduación... y no dejaba de hablar de la
universidad. La universidad... sólo pensarlo, qué disparate. Finalmente se decidió
por la Universidad de Texas, en El Paso, donde podría incorporarse al equipo de
baloncesto. Cerró los ojos, respiró hondo... y volvió a luchar.
En la universidad, John preguntaba a cada uno de sus nuevos amigos qué
profesores eran más rigurosos en los exámenes y cuáles hacían pruebas tipo
test. Tan pronto como salía de una clase arrancaba las páginas garabateadas de
su cuaderno, por si alguien le pedía ver sus apuntes. Cada noche se quedaba
mirando los gruesos libros de texto para que su compañero de habitación no
sospechara nada. Se quedaba tendido en la cama, agotado pero sin poder dormir,
incapaz de frenar su chirriante mecanismo mental. Se prometió que, durante un
mes, iría a la primera misa del día si Dios permitía que llegara a graduarse.
Y se graduó. Cumplió la promesa que le había hecho a Dios... y ahora,
¿qué? Quizá fuera adicto a la incertidumbre. Tal vez lo que más inseguridad le
inspiraba, su mente, fuera lo que más debería de haber admirado. Tal vez por
eso, en 1961, John llegó a ser maestro.
Enseñaba en California, y cada día hacía que uno de los alumnos leyera
el texto a la clase. Les daba tests estandarizados que él pudiera corregir
poniendo sobre cada prueba una plantilla perforada que le permitiera ver las
respuestas incorrectas y pasaba los fines de semana en la cama, completamente
deprimido.
Después conoció a Kathy, una estudiante de enfermería que obtenía notas
excelentes. Kathy no era una hoja al viento, como él, sino una roca.
—Tengo algo que decirte, Kathy —le dijo una noche de 1965, antes de que
se casaran—. Yo... no sé leer.
Si es maestro, pensó ella para sus adentros, debe de querer decir que no
lee bien. No lo entendió hasta años después, cuando vio que John no podía leer
un libro de cuentos a su hija de año y medio. Kathy le llenaba formularios, le
leía y escribía las cartas. ¿Por qué no le pedía a ella, simplemente, que le
enseñara a leer y escribir? Pero él no podía creer que nadie fuera capaz de
enseñarle.
A los veintiocho años, John pidió un préstamo de dos mil quinientos dólares,
se compró una segunda casa, la arregló y la alquiló. Después compró y alquiló
otra, y otra. Su negocio fue creciendo hasta que John necesitó una secretaria,
un abogado y un socio.
Un día, el contable le dijo que era millonario. Perfecto. ¿Quién se iba
a fijar en que un millonario tiraba siempre de las puertas que decían «Empuje»
o se detenía ante los lavabos públicos para fijarse de cuál salían los hombres?
En 1982 todo empezó a desmoronarse. Sus propiedades empezaron a vaciarse
y los inversores a retirarse. Las únicas cartas que John recibía eran amenazas
de denuncias y vencimientos de hipotecas. Parecía como si tuviera que dedicar
todo su tiempo a persuadir a los banqueros de que le ampliaran los créditos, a
engatusar a los constructores para que no interrumpieran el trabajo y
a tratar de encontrar algún sentido en aquella pirámide de papeles. Se dio cuenta de que pronto lo tendrían sentado en el banquillo de los acusados y que el hombre de la toga negra le preguntaría:
a tratar de encontrar algún sentido en aquella pirámide de papeles. Se dio cuenta de que pronto lo tendrían sentado en el banquillo de los acusados y que el hombre de la toga negra le preguntaría:
—Diga la verdad, John Corcoran, ¿sabe usted leer?
Finalmente, en el otoño de 1986, a los cuarenta y ocho años, John hizo
dos cosas que había jurado no hacer jamás. Puso su casa como garantía para
obtener un último préstamo y se fue a la biblioteca de Carlsbad City a
confesarle a la encargada del programa de educación que él no sabía leer.
Y se echó a llorar.
Una abuela de sesenta y cinco años, Eleanor Condit, fue su maestra.
Esforzadamente, letra por letra, fonéticamente, ella se propuso
enseñarle. En menos de catorce meses, su compañía inmobiliaria comenzó a
recuperarse. John Corcoran estaba aprendiendo a leer.
El paso siguiente fue una confesión: un discurso en presencia de
doscientos hombres de negocios azorados, atónitos, en San Diego. Para conseguir
estar completamente curado debía implicarse al máximo. Se incorporó a la junta
de directores del Programa de Alfabetización de San Diego y empezó a viajar por
todo el país pronunciando discursos.
—¡El analfabetismo es una forma de esclavitud! —clamaba—. No podemos
perder el tiempo culpando a nadie. ¡Es necesario que nos concentremos en la
idea de enseñar a leer a la gente!
Leía todas las revistas o libros que caían en sus manos, todas las
señales de tráfico que encontraba, en voz alta, mientras Kathy lo observaba con
paciencia.
Era tan fantástico como cantar. Ahora, además, podía dormir tranquilo.
Un día se le ocurrió una cosa más que podía hacer, por fin. En una caja
polvorienta que tenía en su despacho estaba aquel fajo de papeles atado con una
cinta... un cuarto de siglo después, John Corcoran pudo leer las cartas de amor
de su mujer.
Pamela Truax
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