martes, 22 de noviembre de 2011

Todas las cosas buenas



Estaba en la clase de tercer grado que tenía en la Saint Mary School de Morris, Minnesota.
Aunque quería a la totalidad de mis treinta y cuatro estudiantes, Mark Eklund era uno entre un millón. De apariencia muy pulcra, tenía esa actitud del que es feliz dentro de su piel que añadía un rasgo delicioso incluso a sus ocasionales diabluras.

Además, Mark parloteaba incesantemente a pesar de que, una y otra vez, intenté recordarle que en la escuela no era aceptable hablar sin permiso. Pero lo que más me impresionaba era la sinceridad con que me respondía cada vez que tenía que corregir su mal comportamiento:

—¡Gracias por señalármelo, hermana!

El Cuento del 333



Por aquel entonces yo participaba en un seminario de fin de semana en el Deerhurst Lodge, al norte de Toronto. El viernes por la noche, un tornado arrasó un pueblo llamado Barrie, situado más al norte; mató a docenas de personas y causó daños por valor de millones de dólares. La noche del domingo, al regresar a casa, detuve el coche al llegar a Barrie. Desde el arcén miré en derredor y me enfrenté al desastre. A mi alrededor no veía más que casas destrozadas y coches volcados.
Esa misma noche, Bob Templeton volvía a casa por la misma carretera. Se detuvo, como yo, para contemplar el desastre, pero sus pensamientos eran distintos de los míos. Bob era el vicepresidente de Telemedia Communications, dueña de una cadena de estaciones de radio en Ontario y Quebec, y pensó que debía de haber algo que pudiéramos hacer por aquella gente mediante las estaciones de radio de Telemedia.

Pide, pide y pide



La mejor vendedora del mundo no tiene el menor inconveniente en que digan que es una niña.
Eso se debe a que, desde que tenía trece años, Markita Andrews ha ganado más de ochenta mil dólares vendiendo galletas.
A fuerza de ir de puerta en puerta después de la escuela, una chiquilla angustiosamente tímida se transformó en asombrosamente extravertida cuando descubrió, a los trece años, el secreto de las ventas.
Su historia empieza con un deseo, un deseo al rojo vivo.
El sueño de Markita y de su madre, que trabajaba como camarera en Nueva York después de que su marido la abandonara cuando la niña tenía ocho años, era viajar por todo el mundo.
—Trabajaré lo que sea necesario para que puedas ir a la universidad —dijo un día la madre—. Y cuando te gradúes, tú ganarás suficiente dinero para que las dos podamos viajar por todo el mundo, ¿de acuerdo?
De modo que cuando Markita, a los trece años, leyó en su revista de las Niñas Exploradoras que la exploradora que vendiera más galletas ganaría un viaje alrededor del mundo para dos personas, con todos los gastos pagados, decidió vender todas las galletas que pudiera... más de las que nadie hubiera vendido jamás en el mundo.

Y a tí, ¿se te movió la tierra?



A los once años Ángela sufrió una grave enfermedad que le afectó el sistema nervioso. No podía caminar y además tenía otras dificultades en sus movimientos. Los médicos no albergaban esperanzas de que llegara a recuperarse alguna vez y predijeron que pasaría el resto de sus días en una silla de ruedas. En su opinión, eran muy pocos, por no decir ninguno, los casos en que el paciente podía volver a la vida normal. Pero Ángela no se amilanó.
Inmovilizada en su lecho del hospital decía, a quien quisiera oírla, que ella estaba decidida a volver a caminar algún día.
La trasladaron a un hospital en el área de la Bahía de San Francisco especializado en rehabilitación, donde echaron mano de todas las terapias que era posible aplicar en su caso. Los terapeutas estaban fascinados por el espíritu de lucha de la niña. Le enseñaron una técnica de trabajo que se basa en imaginar los movimientos; algo que, aunque no obtuviera resultados, le daría al menos una cierta esperanza, además de ocupar su mente durante las largas horas que tenía que pasar despierta en la cama. Ángela se esforzaba todo lo que podía en las sesiones de terapia física, en la piscina y en los ejercicios que le prescribían, pero no menos empeño ponía en cumplir fielmente con las sesiones de trabajo mental en las que se imaginaba moviéndose, moviéndose... ¡moviéndose!
Un día, mientras ponía todo su empeño en imaginarse que sus piernas volvían a moverse, creyó que se estaba produciendo un milagro: ¡La cama se movió! ¡Empezó a moverse por la habitación!
—¡Mirad lo que estoy haciendo! —gritó Angela, entusiasmada—. ¡Mirad, mirad! ¡Me muevo, me muevo!
En ese momento, en el hospital, todo el mundo también gritaba y corría en busca de protección.
La gente vociferaba, las máquinas y los instrumentos se caían, los cristales se rompían. ¡Se estaba produciendo un terremoto en San Francisco! Pero no se lo digáis a Ángela, está convencida de que fue ella quien lo hizo. Ahora, pocos años después, ha vuelto a la escuela.
Camina sola, sin muletas ni silla de ruedas. Y, por cierto, alguien que es capaz de hacer temblar
la tierra desde San Francisco a Oakland puede superar una enfermedad tan tonta, ¿no?

Hanoch McCarty

Si no pides, no te darán; pero si pides, sí



Mi mujer, Linda, y yo vivimos en Miami. Cuando acabábamos de empezar nuestro programa de formación de autoestima, Little Acorns, para enseñar a los niños a decir que no a las drogas, a la promiscuidad sexual y a otras formas de comportamiento autodestructivo, recibimos un folleto de una conferencia pedagógica en San Diego. Al leerlo y enterarnos de que allí iban a estar todos los que son alguien, nos dimos cuenta de que teníamos que ir, pero no veíamos cómo. Estábamos empezando a arrancar, los dos trabajábamos fuera de casa y nuestros ahorros se nos habían agotado ya con las primeras etapas del proyecto.
No había manera de que pudiéramos comprar los billetes de avión ni de asumir ninguno de los otros gastos; pero, como sabíamos que teníamos que estar allí, empezamos a preguntar.
Lo primero que hice fue llamar a la conferencia de coordinadores en San Diego, para explicarles por qué teníamos que estar allí y preguntarles si nos concederían dos admisiones complementarias en la conferencia. Cuando expliqué nuestra situación, lo que hacíamos y por qué teníamos que estar allí, dijeron que sí. O sea que ya habíamos conseguido la admisión.
Le dije a Linda que teníamos las plazas confirmadas y que podíamos ir a la conferencia.
—¡Perfecto! —me dijo—. Pero estamos en Miami y la conferencia es en San Diego. ¿Qué hacemos?
Llamé a una compañía aérea, la Northeast Airlines. La mujer que me atendió resultó ser la secretaria del presidente, así que le dije lo que necesitaba.

El Sueño de Rick Little



A las cinco de la mañana Rick Little se quedó dormido al volante de su coche, cayó por un terraplén de tres metros y se estrelló contra un árbol. Pasó los seis meses siguientes inmovilizado, con la columna rota. Entonces tuvo tiempo de sobra para reflexionar en profundidad sobre su vida... algo para lo que sus trece años en la escuela no le habían preparado.
Una tarde, sólo dos semanas después de haber recibido el alta en el hospital, se encontró con su madre semiinconsciente y tendida en el suelo por una sobredosis de somníferos. Una vez más, Rick comprobó que sus estudios no le habían preparado para enfrentarse con los problemas de la vida.
Durante los meses que siguieron, Rick empezó a plantearse dar forma a un curso que permitiera dotar a los estudiantes de autoestima, dominio de las relaciones humanas y capacidad para resolver conflictos... para desenvolverse en situaciones críticas. Cuando se puso a investigar sobre los puntos que debería contemplar el curso, tropezó con un estudio realizado por el National Institute of Education de Estados Unidos, en el cual se había preguntado a mil personas de treinta años si tenían la sensación de que la enseñanza secundaria les había ofrecido las habilidades que necesitaban para enfrentarse a la vida real. Más del ochenta por ciento de ellos respondieron: «No, en absoluto».

La Magia De La Fé



Todavía no tengo edad para jugar al béisbol ni al fútbol. Mamá me dijo que cuando empiece a jugar al béisbol, no podré correr tan rápido como los demás, porque me operaron. Le dije a mamá que no necesitaré correr especialmente rápido. Cuando juegue al béisbol golpearé las bolas tan fuerte que saldrán del estadio. Entonces me bastará con caminar.
Edward J. McGrath, Jr.