martes, 22 de noviembre de 2011

La Caja



Estaba a punto de terminar mis estudios universitarios cuando volví a casa por Navidad, con la perspectiva de pasar una grata y entretenida quincena junto a mis dos hermanos. Tan entusiasmados estábamos ante la perspectiva de estar juntos que nos ofrecimos a atender la tienda para que mi madre y mi padre pudieran tomarse, después de muchos años, su primer día libre. El día antes de que los dos se fueran a Boston, mi padre hizo un aparte conmigo en el pequeño despacho situado detrás de la tienda. La habitación era tan pequeña que en ella no cabía nada más que un piano y un diván convertible en cama. En realidad, cuando se desplegaba la cama, la habitación quedaba completamente ocupada y uno sólo podía sentarse al pie de la cama para tocar el piano. Mi padre buscó detrás del viejo piano vertical y sacó una caja de puros, la abrió y me mostró una serie de artículos de periódico. Yo había leído tantas novelas policíacas de
Nancy Drew que abrí los ojos como un búho, intrigada por la caja oculta y su contenido.

—¿Qué son? —pregunté.
—Son artículos que he escrito y algunas cartas al director que me han publicado —me respondió con seriedad.
Cuando me puse a leerlos, vi que al final de cada artículo, pulcramente recortado, estaba la firma de Walter Chapman, Esq.
—¿Por qué no me dijiste que habías escrito esto? —le pregunté.
—Porque no quería que tu madre lo supiera. Ella siempre me ha dicho que como no he recibido la educación suficiente, no debía intentar escribir. Además, yo habría querido ocupar algún cargo político, pero ella me dijo que no debía intentarlo. Me imagino que tenía miedo de que me sintiera infeliz si no conseguía mis objetivos. Quería intentarlo porque me hacía gracia. Pensé que podía escribir sin que ella se enterase y lo hice. Recortaba cada artículo que aparecía impreso y lo guardaba en esta caja. Sabía que algún día le enseñaría mis artículos a alguien y ese alguien eres tú.
Se quedó mirándome mientras yo leía rápidamente algunos artículos y cuando levanté la vista sus grandes ojos azules estaban húmedos.

—Pero sospecho que la última vez me metí con algo demasiado grande — añadió.
—¿No has escrito nada más?
—Sí, envié algunas sugerencias a la revista de la parroquia sobre cómo se podría elegir con más justicia la comisión nacional. Hace tres meses que las envié y sospecho que me he metido en algo que me supera.
Era algo tan novedoso en mi padre, siempre propenso a la diversión, que yo no sabía qué decir. Salí del paso con un…
—Quizá todavía recibas una respuesta.
—Tal vez, pero no me quedaré esperando —tras una sonrisita y un guiño, volvió a cerrar la caja de puros y a ocultarla en el espacio de detrás del piano.
A la mañana siguiente, nuestros padres se fueron en al autobús a la estación donde tenían que tomar un tren hacia Boston. Jim, Ron y yo nos encargamos de la tienda y yo seguí pensando en la caja. Nunca había pensado que a mi padre le gustara escribir. No se lo conté a mis hermanos; era un secreto entre mi padre y yo. El Misterio de la Caja Oculta.
Esa noche, muy tarde, al mirar a la calle desde el escaparate de la tienda, vi que mi madre bajaba del autobús... sola. Cruzó la plaza y entró rápidamente en la tienda.
—¿Dónde está papá? —preguntamos al unísono.
—Vuestro padre ha muerto —respondió sin una lágrima.
Incrédulos, fuimos tras ella a la cocina, donde nos contó que habían estado caminando por la estación del metro de Park Street, en medio de una multitud de gente, cuando mi padre cayó al suelo. Una enfermera se inclinó sobre él, miró a mi madre y le dijo simplemente:
—Está muerto.
Aturdida, ella se quedó junto a él, sin saber qué hacer mientras la gente tropezaba con el cadáver en su precipitación por coger el metro. Un sacerdote dijo que llamaría a la policía y desapareció. Mi madre estuvo inmóvil, vigilando el cuerpo, durante casi una hora, hasta que, finalmente, vino una ambulancia y los llevó a ambos hasta el depósito, donde ella pudo registrarle los bolsillos y
recuperar su reloj. Después volvió a casa, sola. Nos contó la tremenda historia sin derramar una lágrima. Para ella, ocultar la emoción había sido siempre cuestión de disciplina y motivo de orgullo. Tampoco nosotros lloramos y nos turnamos para atender a los clientes.
Uno de ellos nos preguntó:
—¿Dónde está el viejo?
—Ha muerto —respondí.
—Lo siento —comentó, y se fue.
Aunque yo no pensaba en él como en «el viejo» y la pregunta me puso furiosa, papá tenía setenta años y mi madre sólo cincuenta. Él siempre había sido un hombre sano y feliz, y se había ocupado siempre, sin quejarse, de su frágil mujer. Ahora se había ido. Ya no lo oiríamos silbar ni cantar himnos mientras ordenaba los estantes. El «viejo» se había ido.
La mañana del funeral me quedé sentada en la tienda, abriendo tarjetas de saludo y pegándolas en un libro de recortes, cuando descubrí que en la pila del correo estaba la revista de la iglesia.
Normalmente, yo jamás hubiera abierto lo que consideraba una aburrida publicación religiosa, pero pensé que quizá su artículo estuviera allí... y allí estaba.
Me llevé la revista al pequeño despacho, cerré la puerta y comencé a llorar.
Había sido valiente, pero ver las osadas recomendaciones de papá a la convención nacional, ya impresas, fue más de lo que podía soportar. Las leí y releí mientras lloraba. Retiré la caja de detrás del piano y debajo de los recortes encontré una carta de dos páginas que el reverendo Henry Cabot Lodge había escrito a mi padre, agradeciéndole sus sugerencias para la campaña.
No le he contado a nadie una palabra sobre la caja de recortes; sigue siendo un secreto entre mi padre y yo.

Florence Littauer

No hay comentarios:

Publicar un comentario